jueves, 14 de mayo de 2009

El ignoto porvenir de nuestros panchos en el epicentro de la fabricación de salchichas

Dedicado a los que ven este tipo de encuentros como acontecimientos de la vida cultural, reproduzco este artículo:

Frankfurt, la feria por dentro, por Guillermo Schavelzon



Este año yo hubiera cumplido 30 años consecutivos de asistencia a la feria del libro de Frankfurt, si no fuera porque una vez un terremoto tiró abajo media ciudad de México, donde vivía, y tuve que suspender el viaje. Frankfurt: la más grande, profesional y monumental reunión internacional de profesionales del libro.
Una feria que sólo admite el ingreso de profesionales, en la que no se venden libros y donde ni siquiera los ciudadanos locales pueden entrar, debe tener algún atractivo muy grande para seguir existiendo después de 50 años. Ocho mil periodistas, cincuenta mil profesionales, inconmensurablemente grande, ocho pabellones de una manzana cada uno y cuatro pisos; decenas de miles de habitaciones de hotel pagadas un año antes, a precios de escándalo. ¿Cuál es el secreto de tanto éxito?

La cobertura de prensa es enorme, y me sorprende ver cómo los editores, los agentes literarios y los periodistas jugamos año tras año el mismo juego, aunque ninguna de las partes se lo crea: el anuncio de las grandes contrataciones. Que tal editorial se ha quedado con tal autor o con tal obra, que la primera novela de una joven afgana de Brooklyn fue contratada por cinco millones de dólares, etc. Una sensación —la que trasmiten los medios— de que la feria es un gigantesco plató de subastas donde editores multilingües, chequera en mano, compran y venden histéricamente como en la clásica foto de las bolsas de valores.

Hay otro juego, bastante más peligroso, para el que la feria suele ser buena plataforma: generar un tremendo escándalo alrededor de un escritor, justo unas semanas antes del lanzamiento del libro o de la puesta en venta de los derechos. Recordemos el escándalo mediático que precedió la publicación de los Versos Satánicos, de Salman Rushdie, o la acusación del supuesto pasado nazi de Gunther Grass justo antes de la publicación de sus memorias. Se trata de vender por sobre todo. ¿No les hace pensar en el sistema financiero que hoy se está viniendo abajo? Un juego donde el escritor es quien pagará las consecuencias: Rushdie, quince años escondido con custodia; Houellebecq se tuvo que ir a vivir a Irlanda, y luego al sur de España; Martin Amis perdió a sus amigos de toda la vida y dejó Londres... Leyendo la prensa de la semana previa a la feria, me pregunté, a propósito de Milán Kundera, si lo que está en discusión es un esclarecimiento histórico, o asistimos al prolegómeno de una operación de marketing. Lo sabremos si en las próximas semanas aparece un libro de memorias.

Puedo sostener con conocimiento de causa que casi todos los anuncios de grandes adquisiciones en la feria no son ciertos. Lo fueron alguna vez, cuando las comunicaciones eran precarias. Es muy ingenuo creer que en la época de internet, con llamadas internacionales cada día más baratas o gratuitas, haya que reunirse físicamente en un lugar para conocer una obra y tomar decisiones. Todo lo que la gran mayoría de los periodistas da como decidido en la feria, ya estaba acordado antes. Es cierto que a veces hay algún descubrimiento, pero suele ser ocasional y poco significativo.Entonces ¿qué sostiene a la feria de Frankfurt? ¿Qué encontramos en ella la mayoría de los profesionales? La gran ocasión para aprender qué sucede en el mundo de la edición de libros. Frankfurt es un máster acelerado, y si se lo entiende de esta manera, se comprende el porqué de semejante inversión: es un postgrado muy rentable e incluso barato, para quien lo sepa aprovechar.

Frankfurt permite conocer a otros editores y sobre todo otras maneras de publicar, otras concepciones del negocio editorial. Permite anticipar tendencias o mejor dicho conocerlas por anticipado. Y para los más avezados, permite algo excepcional: generarlas. Frankfurt es una enorme caja de resonancia, donde un rumor recorre los pabellones más rápido que las gigantescas cintas transportadoras que nos llevan de un edificio a otro. El nombre de un autor, el título de una novela, el anticipo que se ha pagado, cualquiera de esas cosas puestas en el oído de una docena de “reproductores” adecuados (scouts los llamamos), da la vuelta a la feria en menos de un día. ¿Cómo llega un dato desde el centro de agentes al pabellón de los editores griegos o coreanos? Imposible explicar el viaje, pero los asistentes de años lo hemos experimentado reiteradamente. Claro, no hay muchas oportunidades, la feria tiene tres días efectivos de funcionamiento, lo que no “se suelta” el primer día, no habrá tiempo para recogerlo. Las agendas están cerradas tres meses antes. No hay lugar para la improvisación, ni tiempo para lo imprevisto.

Para las reuniones importantes fuera de agenda, existe un intenso plan etílico after-hour, cócteles que ofrecen las grandes editoriales. En Alemania, en las invitaciones se pone la hora de inicio y también la de finalización, con lo cual se puede estirar la agenda de trabajo unas cuantas horas más cada día. Allí se recogen los mejores resultados, y el único secreto consiste en haber bebido menos que el interlocutor, para no olvidar que todo encuentro, todo contacto, es un acto de negocios; que toda copa es una oportunidad extra, todo intercambio de tarjetas para los que no se conocen, dará lugar a un posible contrato después de la feria. Hay editores y agentes tan comprometidos(as) con su trabajo, que entre la última copa nocturna y el desayuno, aprovechan para seguir haciendo negocios.

Después de muchos años de asistir como editor mexicano, argentino, español, y en los últimos diez como agente literario, descubrí cuál era el verdadero punto estratégico de la feria: el centro de agentes literarios, donde antes no me dejaban entrar. Un enorme galpón con 700 mesas, en las que unos mil 500 agentes de todo el mundo hablan sin parar de 9 a 18. Todos los editores del mundo desfilan por allí a ritmo vertiginoso, en reuniones de media hora. ¿Qué se puede decir en 30 minutos, cuando en general ninguna de las dos partes se comunica en su propio idioma? Poco, pero lo suficiente para volver el año próximo, a un costo (en euros) cada día más elevado.

Sentado en una de las mesas de mi agencia, sin poder ni hablar en todo el día con mis dos colaboradoras que estaban en la mesa de al lado, las pocas veces que se me ocurrió levantar la cabeza tuve un ataque de pánico. Me sentí una gallina más dentro del gallinero, presionado a poner y poner huevos. El barullo, un murmullo permanente a mi alrededor, era desesperante, y sin embargo, cuando uno habla con “su cita” —en los 30 minutos en que estamos obligados a cacarear para poner un huevo más— pareciera que todo ruido desaparece. Al final del día, encerrado en ese galpón de luz y clima artificial siempre constante, perfecto, sin saber si afuera llueve o hay sol, no sólo se pierde la sensación de lo que sucede en el mundo, sino que uno se cree que está en el centro del mundo y que no hay nada importante fuera.

Cada vez que un periodista se acerca, le recitamos en un minuto todo “lo que hemos vendido” (los profesionales lo llaman “intoxicar”), y lo más increíble es que al día siguiente sale en los diarios.
Que la feria de Frankfurt es una oportunidad de formación fuera de serie explica que las grandes editoriales envíen a tantas personas con un costo tan alto. Para mí que la selección de qué editores asistirán cada año no la toma el director editorial, sino el de recursos humanos.

Hace años tuve un jefe que cada año me insistía con la misma cantilena, ¿para qué hay que ir a gastar dinero a Frankfurt? Nunca se lo pude explicar bien, pero él tampoco pudo explicarme nunca por qué era tan fanático de Boca…

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