viernes, 2 de mayo de 2008

La sombra del día



En el pasillo oscuro
en ese estrecho
que se abre entre paredes amarillas,
sentadas en un banco de madera
delante de la puerta,
las dos mujeres hablan.
La mayor se arrebuja
en su campera vieja
unas rústicas manos que se esconden
en el hueco de sus muslos
descarnados y largos;
sin alzar la mirada del suelo
la voz grave y monótona.
La otra, la más joven,
dice una larga lista de nombres familiares
y a cada uno
de todos los que evoca
le sigue esta cabeza que se inclina y asiente
cargada de sentidos
y esos dedos hinchados
de intemperie y trabajos brutales
se estrujan, se retuercen:
piel gastada y opaca,
un rugoso papel.
Así llega el destino
arrastrado por vientos
un frío subrepticio
una calle impensada,
una certera cita.
Tanta historia menuda
se devela entre cajas
bajo una luz verdosa
de mañana sin sueño,
de café hasta el hartazgo,
de frases congeladas
frente al bronce, a las velas
la verdad se maquilla
falsas,
faltas,
faldas,
-todo imita una vida-
tanta tibia apariencia
delante de la muerta
aunque
esta muerte que arrasa
-la
absoluta,
rotunda,
contigua-
se refleje en el prisma,
de ese ojo vidrioso que abarca lo posible
y un color inaudito
tiña cada palabra,
-es brillo y hace espejo-
y duplique el absurdo,
como el negado borde
del más próximo abismo
siempre es, por temido,
aquello que deseamos.

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