Necesitabas estar cerca del agua
bordear el río, vadear la orilla del océano
respirar la humedad, mojarte con la lluvia
sentir cómo es que cruje
el parche del tambor de la garúa
mientras los pasos, apenas cuidadosos,
deshacen los espejos casuales de los charcos.
Tal vez siempre fue así, pero creció la inmensa red
y en los años oscuros,
las arañas, pacientes, restauraron de a poco
sus nidos en el páramo.
Cercano desde siempre, me contabas
unos años remotos de tu vida
trabajabas, (me pagaban por eso)
cuidando el cementerio de un pequeño pueblito,
al sur de Italia.
Tenías que cortar al ras el césped, regarlo,
lustrar, apasionado, el bronce de las placas,
u organizar con arte los ramos
que ponían colores al blanco de las lápidas.
Eras así (o así te convertiste)
en una especie de callado pastor,
el bucólico guía de un rebaño de muertos.
Tu oficio era cuidar que no se rasgue
la fina capa
de esa vida que cubre
con un manto de césped, de lilas, de amapolas
lo que se hunde en la tierra
en la raíz de un dudoso más allá,
ocultarle a los ojos
la corrupción del hueso y de la carne,
la decadencia de la idea, o las imágenes.
Decías -me decías, entonces-
cosas tan raras como éstas:
-Me gustaba-
Sentado bajo un árbol
pasé días enteros
sin pensar
sin sed ni hambre ni ganas de fumar.
No deseaba, por fin, ya no deseaba,
entonces no sentía
que me faltara nada.
Y sonreías, después: .
una hilera blanquísima de dientes pequeñitos
esa mirada enrarecida por tus pestañas rubias,
tus hombros que se alzaban, en un gesto de niño.
Casi siempre
terminaban así nuestras conversaciones;
después sonreía yo
y enseguida, los dos
en un silencio que chispeaba como una rama seca
en el centro de un fuego que se apaga,
indolentes o sabios, mirábamos el río.
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